Claudio Ranieri dijo adiós a su afición. Lo hizo como ha sido él durante toda su trayectoria: con humildad, emoción y una profunda conexión con su gente. El estadio Olímpico se rindió al técnico testaccino en su último partido en casa, un Roma-Milan que quedó en segundo plano ante la magnitud sentimental de la despedida. Porque Ranieri no es un entrenador más. Es un símbolo. Un hombre que, aunque no alzó títulos con la Roma, encarnó como pocos los valores del romanismo: entrega, pertenencia, sacrificio y amor incondicional por el escudo.
Desde los prolegómenos, se sintió que no era una noche cualquiera. La Curva Sud desplegó una coreografía sencilla pero demoledora: “Un gran líder… un verdadero romanista”, rezaba el mensaje acompañado de los colores giallorossi y el nombre de Ranieri junto al escudo. Un homenaje sincero, directo al corazón del entrenador que tantas veces regresó cuando más se le necesitó, porque —como él mismo dijo— hace más de 60 años era uno más en la grada.
El propio Ranieri, visiblemente emocionado, respondió con la mano al pecho y aplausos al cielo. “Buenas noches a todos. Gracias. Os pedí ayuda para hacer algo bueno todos juntos. Falta el último paso. Estoy orgulloso de estos chicos que me han seguido desde el primer día. Pero lo más importante es que habéis entendido que necesitábamos vuestro amor. Gracias, muchas gracias”, dijo sobre el césped, entre lágrimas y abrazos, acompañado de sus nietos.
La Roma le regaló una escultura de la Loba, símbolo de la ciudad, entregada por Pellegrini y Mancini. Un gesto más para coronar una noche de gratitud colectiva. Ranieri correspondió con una vuelta al campo completa, saludando cada sector del estadio, dejando claro que este adiós no borra nada: refuerza el vínculo eterno entre el hombre y su ciudad.
En una época en la que el fútbol parece estar atrapado en cifras y escaparates, lo vivido en el Olímpico fue un canto a la autenticidad. Claudio Ranieri se va, pero no se marcha. Porque Roma es eterna. Y su nombre, también.
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