Joan Laporta ha vuelto a recurrir a su arma favorita: la demagogia. La inscripción de Dani Olmo y Pau Víctor, presentada como una gesta personal, resume su habilidad para monopolizar éxitos y eludir responsabilidades. Todo esto, con el silencio cómplice del Real Madrid como un copiloto en una alianza tan engañosa como sospechosa.
Tras el 5-2 del Barcelona al Real Madrid en el Clásico, la idea de compadrear con Laporta parece aún más ingenua. La euforia culé no hará más que reafirmar una realidad inmutable: el Barcelona, cuando llegue el momento, dejará tirado a Florentino Pérez. La lealtad no es parte del juego de Laporta, cuya prioridad es siempre él, a menudo a costa de sus supuestos aliados.
Bajo el paraguas de la Superliga y una unidad frente a enemigos comunes, se ha intentado construir una amistad que en realidad es un espejismo. Laporta, maestro en el arte de la palabra y el simbolismo, sabe presentarse como socio estratégico, pero su historial de ambigüedad, especialmente en momentos críticos como el "caso Negreira", deja claro que nunca comprometerá los intereses del Barça por un pacto de caballeros.
Mientras Florentino apuesta por la estabilidad y la planificación a largo plazo, Laporta vive de golpes de efecto y discursos grandilocuentes. La distancia entre ambos estilos no es solo evidente; es insalvable. Pretender una amistad auténtica es un error estratégico. Laporta no es un aliado: es un estratega que juega siempre para sí mismo. ¿Y la próxima vez? ¿También a tragar? Hay aliados que definen y Laporta no es uno bueno.
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