Gareth Bale remata de chilena en la final de la Champions de Kiev.CHEMA REY
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No hubo gestos de asombro en la prematura retirada de Gareth Bale, 33 años, un futbolista que ya se había ido. Atrofiada su pasión por el fútbol, su aportación al éxito de sus dos grandes formaciones -el Real Madrid y la selección de Gales- ha estado siempre muy por encima de la actitud que destiló. Con los blancos ganó cinco Champions, tres Ligas y una Copa del Rey, la de la carrera an
te Bartra; con el combinado de su país acabó con 58 años de ausencia en las grandes competiciones, liderando una generación que ha disputado dos Euros -semifinalistas en 2016- y un Mundial, el último de Qatar. Toda una proeza.
De todos los jugadores que han pasado por el Bernabéu
no se recuerda un tipo que lo haya hecho con semejante desidia ni con tan excelentes condiciones. Marcado por ser el primer futbolista de la historia cuyo traspaso sobrepasó los 100 millones de euros -disimulado en el Real Madrid para no incomodar a Cristiano, su gran estrella en 2013-, el nombre de Bale ha permanecido más tiempo en el parte hospitalario que en la lista de convocados. Aprensivo, siempre pareció encontrar una excusa para borrarse de los partidos incómodos con la misma facilidad que su nombre presidió las gestas blancas. Fue decisivo en Lisboa, autor del segundo gol, y majestuoso en la chilena de Kiev, además de la galopada por la banda izquierda de Mestalla ante el Barça.
Con otro carácter hubiese sido un jugador mayúsculo.
Pero Bale, como le ha ocurrido a todos los británicos salvo esta nueva hornada de Sancho y Bellingham, fue presa del síndrome que persigue a los jugadores de las islas que aterrizaron en la Europa continental. Condicionado por el aura de CR7, con poco interés por aprender bien el idioma, sin ganas de adaptarse a las costumbres -se le podía ver a las horas de la merienda en céntricos restaurantes de Madrid casi como huyendo de la gente-, el galés resultó un tipo apocado sin la capacidad de liderazgo que se le presupone a esa clase de futbolistas que elevan el listón histórico de los transfers. Fue un futbolista de fogonazos.
Esa fragilidad mental ha tenido que influir en la plaga de lesiones
. La protusión de la discordia no le invalidó, pero provocó una desconfianza enorme en muchos esfuerzos, una tensión extrema que podía provocar cualquier lesión muscular como al que le aprieta un traje que puede rasgarse por la costura más invisible. En otra era, donde no trascendía abandonar el estadio antes de acabar un partido u otro tipo de respuestas incomprensibles que ha tenido, Bale hubiese sido un ídolo de una afición, la blanca, que se hartó y le despidió como a un verdadero extraño o como un golfista frustrado.
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